Enseñar a leer al Rodri era divertido. Empezamos con los números. Por las tardes nos quedábamos solitos, bueno, yo con el Sebas en la barriga, y bajábamos del piso 11 al parque. Para la subida al Rodri le encantaba que subamos a pie piso por piso reconociendo los números de cada piso del 1 al 20. Claro que cuando yo estaba muy cansada subíamos en ascensor, pero contando piso por piso hasta llegar al 11.
Con las letras pasó algo parecido. Yo le dibujaba letras enormes, una en cada hoja tamaño carta y las pintábamos juntos con témperas, marcadores, crayones o colores. Cuando terminábamos las pegábamos en la pared de su cuarto. Luego practicábamos cada sonido, pues cada letra tiene un sonido. La maravilla fue cuando empezamos a juntar los sonidos para que las letras tengan sentido. En medio de ese aprendizaje tuvimos que volver de emergencia a La Paz, pues el Rodri se enfermó horriblemente. Mi Sebas ya tenía un año.
Una noche, después de que habíamos dejado de practicar por meses, el Rodri, de tres años y medio, se acercó con una revista de Condorito y me dijo: mamá, ya sé lo que dice aquí y leyó el título de un chiste: “L.A. MU-E-LA”, “LA MUELA”. Yo casi me caigo de nuca: mi Rodri ya sabía leer, así que iba a su guardería con la merienda y una revista de Condorito en su mochila.
Con el Sebas no fue fácil. El moreno siempre ha sido chinchoso y medio malcriado, pues desde que era un piojo del tamaño de una arveja cree que lo sabe todo, así que el método de las letras y los sonidos se fue al bombo porque el quería “hacer sonar” las letras como le cantaban las ganas, y no entendía que Sebastián empezaba con “S” (insistía que era con “C”) y estaba seguro de que elefante empezaba con “L”, obvio, “l-fante”, así que dejé de insistir por cansancio y aburrimiento de terminar cada sesión de lectura peleados.
Casi cada noche, el Rodri, el Sebas y yo nos echábamos en la cama de uno de ellos y leíamos cuentos, bueno, el Rodri y yo leíamos y el Sebas quedaba al medio solo escuchando. El Rodri y yo disfrutábamos haciendo voces y riendo antes de leer cualquier chiste, hasta que una noche le dimos al moreno el chance de “hacer sonar” las letras juntas. Leíamos el cuento “El oso que no lo era” un hermoso cuento que trata de un oso que luego de hibernar despierta dentro de una fábrica enorme y nadie le cree que es un oso, sino un hombre grande, feo, sin afeitar, y con un abrigo de piel. Cuando el oso dice “pero soy un oso” todos se matan de risa en su cara. Bueno, en los dibujos se leía la risa de los malvados burócratas que no aceptaban que el oso era un oso, así que hicimos que mi Sebas junte la “j” con la “a”. El morocho no podía creer que estaba leyendo! esa noche leyó todas las risas de “El Oso que no lo era” y el fin de semana nos sorprendió leyendo todos los letreros de Burger King empezando por “e-xzz-it” (EXIT). Hasta eso el Sebas tenía más de cuatro años.
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Hace unos días, en el minibús que me llevaba de la oficina a mi casa, la señora que anunciaba la ruta tenía a su hijito de unos 3 ó 4 años en el rinconcito frente al primer asiento. Cuando íbamos por el camino hacia Obrajes - donde nadie sube ni baja- ella sacó uno de los letreros amarillos de uno de los bolsillos del asiento y empezó a mostrarle al pequeño cómo eran las letras y cómo sonaban. Juntos leían toda la ruta: “o-braaajes, ca-lacoooto, cota coota, nuevo amanecer”. Me enterneció hasta la médula, pues me vi a mí misma con mis conejos enseñándoles a leer. Pucha que la vida se pasa muy rápido.
Ojalá mis enanos se acuerden de cómo aprendieron a leer, ah, y también quién les enseñó a
moshear. Cosas esenciales en la vida.