miércoles, diciembre 16, 2009

DE NIÑECES Y ANEXOS

Estoy segura que lo más lindo de mi niñez fue tener una hermana. Mi hermana Liz es solamente un año y siete meses menor que yo, así que cuando éramos niñas todos pensaban que éramos mellizas, sobretodo porque yo era medio flacucha y chiquita y mi hermana bien remachadita y grandota como si a mí me hubieran hecho en borrador y a la Chini en limpio.

De las primeras muñecas que me acuerdo claramente es de unas muñecas de trapo patilargas que teníamos cuando vivíamos en Cochabamba. La mía tenía el pelo de lana azul. La de mi hermana Liz, el cabello de lana roja. Eran casi de nuestro tamaño y jugábamos con ellas todo el día. El juego empezaba siempre con un “che” y la otra tenía que responder “qué che” y así se iniciaban los diálogos interminables, donde las “che – qué che” correteaban por toda la casa y hacían toda clase de travesuras.

Después llegaron las “Susis” unas muñecas brasileras equivalentes a las Barbies, pero sin esa pinta de estrellas porno, pues no tenían la cintura tan estrecha ni los pechos tan grandes. Las Susis tenían una cara angelical. Mi prima Ceci (que esa época era hija única) tenía a sus muñecas Susi en sus cajitas, perfectamente vestidas con el atuendo original y con olor a tienda. Las muñecas Susi que teníamos mi hermana y yo daban la impresión de haber sido bastante “jugadas”: con ropa que les comprábamos en la feria de Alasitas, o que les hacíamos nosotras con retazos de tela que nos daba mi mamá, peinadas hasta quedar casi calvas, bañadas hasta que se les enredaban las pestañas. Esas muñecas tenían cada día una aventura diferente: eran doctoras, oficinistas, inventoras, se casaban con los osos de peluche, tenían una pastelería, una tienda, escalaban el Illimani. Casi nunca repetíamos juegos. Con esas muñecas jugábamos hasta quedarnos tiesas y dormidas. Mi favorita se llamaba Mariela, era pelirroja y usaba unos zapatos dorados con plataforma, bueno eran los únicos que quedaron en pares en realidad después de tanto juego.


Mi hermana Liz siempre tenía un muñeco bebé que era el más mimado. El primero del que me acuerdo es de un muñeco bebé con el cuerpo tan desgastado por tanto apapacho que mi mamá le hizo un mameluco y quedó como una botella con cabeza de bebé. Ese muñeco se llamaba “Oskarín”. La Chini (mi hermana) besaba tanto a ese muñeco que le dejó la cara brillosa como barnizada y le borró el iris de los ojos, así que de vez en cuando mi papá le pintaba los ojos con bolígrafo. Después del “Oskarín” vino “la Carmencita” una muñeca de trapo a la que una vez le lavamos el cabello con jaboncillo y le dejamos una especie de rasta café en la cabeza. Sin importar su apariencia mi hermana adoraba a su Carmencita. Después de un tiempo le regalaron un muñeco “bebé” al que lo llamamos Sergio. Con el Sergio era divertido jugar, pues para esa época yo ya no quería saber más de muñecas, así que yo era la tía de todos los muñecos y mi hermana, la mamá. Con el muñeco Sergio jugábamos y reíamos hasta decir basta. Era mi “sobrino” más querido.

Pero no solamente jugábamos con muñecas. A veces jugábamos con las hebillas y agarrapelos que guardábamos en una lata de chocolates Macintosh, o con los zapatos de tacón de mi mamá, donde las chicas lindas eran los zapatos de taco aguja y las malvadas los zapatos de plataforma. Alguna vez nos disfrazábamos con la ropa de mi mamá, nos pintábamos a escondidas con su maquillaje y cuando a mi papá se le dio por fumar pipa, armábamos unos cigarros con hojas de papel de cuaderno, las rellenábamos con tabaco y los prendíamos con fósforo. Aprovechábamos la hora en que la Margarita estaba lavando ropa y mi hermanito Oskar durmiendo la siesta. Nunca pudimos fumar de verdad, pues armar cigarros no era tan fácil como lo hacía parecer el gato Tom (de Tom y Jerry) cuando tenía alguna aventura texana.

Otro juego de los favoritos era Tele Match, copiando un programa de concursos y competencias entre dos pueblitos alemanes producida entre finales de los ’70 y principios de los ‘80 que pasaban por nuestra tele en blanco y negro. Para jugar Telematch aprovechábamos el living y el comedor que nos parecían enormes, saltábamos vallas armadas con pedazos de lana, dábamos cincuenta vueltas alrededor de la mesa del comedor, cargábamos pelotas y juguetes de un lado a otro y un largo etcétera. El juego terminaba por lo general con alguna sacada de mugre: o porque alguien se caía o porque peleábamos.

Si no estábamos jugando, estábamos haciendo alguna sonsera, como una vez que pintamos las sillas del comedor de diario primero con acuarela, y luego con una pintura al aceite blanca que mi papá dejó muy al alcance de nuestras ociosas manos, o cuando arruinamos unos cassetes de mi papá y de ocultas nos escapamos hasta un río que quedaba como a cuatro cuadras de mi casa para botar los cassetes y no dejar ninguna evidencia... y así... ennumerar las travesuras daría para largo.

Con lo poco cachivachera que soy, lo único que guardé de cuando era niña es un oso de peluche. Este oso tiene una pinta antediluviana, fue fabricado en un país que ya no existe y tiene como única gracia sentarse en mi cama todo el día esperando a que mi choli y yo lleguemos para luego pasar la noche en una de las mesitas veladoras.



La niñez dura un suspiro, pero los recuerdos se quedan por mucho, mucho tiempo en la memoria. Por suerte.
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